lunes, 8 de febrero de 2021

PREFACIO

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Prefacio

Por Álvaro Bustos González*

No es usual que los ingenieros den a conocer sus lamentos íntimos o sus anhelos de amor. Por su formación, poca gente piensa que entre ellos pueda haber alguno que dialogue con su propio corazón, como hacían los indios Toltecas. No niego que me sorprendí cuando Emil Vélez López, un ingeniero industrial, profesor de la Facultad de Ciencias e Ingenierías de la Universidad del Sinú – Elías Bechara Zainúm, me pidió que leyera sus poemas y le escribiera el prólogo. Sin más, con ojos de curiosidad, me puse a husmear en busca de esos pequeños relámpagos que finalmente constituyen el designio poético, y los fui encontrando como quien halla fragmentos desgarrados de un espíritu sensible.

El título del poemario, De la inocencia al deseo, advierte sobre la evolución sentimental que, con el transcurrir de los días, ha vivido o padecido el autor. De hecho, cada uno de los poemas está presidido por el año en que fue escrito. Ahí se nota, dentro de ese proceso de búsqueda obsesiva del amor y su cristalización, que la añoranza, la pasión, la soledad y el dolor flotan en un oleaje de dudas y ambigüedades, sólo limitadas por la presencia inocente de rimas consonantes que envuelven y constriñen la libertad del verso.

Pedirle a la amada que se quede tranquila, que ya todo murió porque las penas que ella produjo se curaron, confesarle que “te huyo por no sufrir”, querer perderse en sus entrañas para descifrar el acertijo de su vida, requerirle una señal, un suspiro, entregarse noblemente porque “jamás el corazón deja de perdonar”, y rendir el orgullo en aquella despedida en la que “en mi voz tembló toda mi vida”, es la demostración de un patetismo heroico elevado a una categoría estética que dignifica el propósito del autor.

Emil compara su amor con la música de una lira, cuyas cuerdas suenan de acuerdo con la armonía que se desprende de la voz de la amada, y ensaya una fórmula matemática para enlazar su afectividad con la noción de un conjunto cerrado, sin derivaciones posibles. La apoteosis, sin embargo, llega con la metáfora del mar, en la que el amor aparece tranquilo, peligroso y constante, para desembocar en la cumbre de un pareado que estremece por sus reminiscencias del siglo de oro: “Y tu llanto brotó por el mío, y mi llanto salió por tus ojos”. 

El género de la poesía es el más difícil, pero sus puertas de acceso son tan francas que mucha gente se aventura clandestinamente a mirar sus abismos sin reparar en los riesgos. Como ningún otro, se presta para desnudar las laceraciones que la vida va dejando. Sirve como confesión y desahogo, y también como esperanza y trascendencia. En ese sentido se parece al misticismo, que le habla a lo desconocido con el anhelo de ser escuchado y comprendido, en un acto que mucho tiene que ver con las alucinaciones y el delirio.

Quizá por eso no haya una poesía venturosa. En el caso de Emil, todo parece haber comenzado en su primera juventud. Me refiero a su tendencia a registrar en forma de versos sus personales agonías en el escabroso capítulo del amor. ¿Cómo le habrá ido al final? No lo sé con exactitud. Ese mar constante, tranquilo y peligroso que es el amor, suele ser intemporal e impredecible. Él confiesa, sin embargo, que al cabo del camino halló la plenitud, y que hoy es un hombre inmensamente feliz.  

*Decano, FCS, UNISINU -EBZ-.      

   



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